USO Y
ABUSO DE LA PRISION PREVENTIVA
Por JORGE EDUARDO BUOMPADRE
Prof. de Derecho penal, UNNE
La
Constitución nacional, en su art. 18, y el PIDCyP, en su art.9.3, consagran una
norma que a los jueces y Fiscales les cuesta entender, o si la entienden les
cuesta aplicar: que la libertad del imputado durante el curso de un proceso
penal es la regla y que la prisión preventiva es la excepción. Esto es un principio
constitucional que deriva del principio de inocencia. Y esto ¿qué quiere
decir?, simplemente que el imputado es inocente siempre, antes y durante el
proceso, hasta que una sentencia firme declare su culpabilidad. Esta máxima,
que parece tan sencilla de entender, los jueces y fiscales no la entienden, o
no la quieren entender, situación que conduce a un absurdo lógico y jurídico
-algo que se ha convertido en moneda corriente en los procesos penales que se
sustancian en nuestros tribunales de justicia-, esto es, que en vez de
investigar para detener a un sospechado de haber cometido un delito, la
conducta del juez es la contraria, se lo encierra en prisión para investigar
después si cometió o no el delito. Con otros términos, primero se detiene y
luego se investiga para verificar si se lo mantiene o no en prisión, situación
que configura una verdadera perversión del sistema de justicia penal, pues se
invierte la máxima constitucional: la prisión preventiva pasa a ser la regla y
la libertad del imputado la excepción. Y cuáles son los fundamentos que
utilizan los jueces para justificar esta inversión de la regla, pues los
“peligros procesales”; y estos ¿cuáles son?, es muy difícil saberlo, pues se
trata de hechos futuros, indemostrables, de un pronóstico de difícil sino
imposible constatación. ¿Cómo saber si algo ocurrirá o no en el futuro, o si
ocurrirá de tal o cual manera?, nadie puede saberlo, ni siquiera el juez que
cree saberlo todo, pues es tan falible como cualquier otro humano. Entonces,
¿qué hacemos frente a esta eventualidad?, pues lo que hacen los jueces todos
los días: por las dudas de que ocurra lo que se está sospechando que ocurrirá,
pero no es seguro que realmente ocurra, se lo mete preso, después se ve qué se
hace con él. Con otras palabras, se detiene al sospechado (quien, recordemos,
es inocente) para verificar y decidir si se lo puede detener, situación que
revela la más perversa arbitrariedad de un juez, pues conociendo el Derecho
(presunción juris tantum, por cierto), no lo aplica o hace una aplicación
errada o distorsionada de él, configurando lo que en el código penal se conoce
como “prevaricato”. El juez que intencionalmente no aplica al Derecho o lo hace
en contra de las reglas constitucionales -como es la situación en comentario-
comete el delito de prevaricato. Así de simple, pues si lo hace sin intención
(algo difícil de creer), entonces es un imprudente que es mejor que deje el
cargo a otros menos irresponsables. Es verdad que existen situaciones de
gravedad que tornan necesaria la prisión preventiva (por ej. asesinato, extorsión,
robo con homicidio, etc.), pero aún así la manda constitucional es la misma, la
prisión preventiva sigue siendo una excepción, pues requerirá de ciertos
elementos demostrativos de la participación del imputado en el delito y de
indicadores que hagan sospechar que se puede frustrar la investigación. De lo
contrario, debe priorizarse el principio de libertad. Son numerosos los casos
en los que se observa violaciones a la regla constitucional: se encierra en prisión
a una persona y luego se investiga si se lo mantendrá o no en prisión, y
siempre con el mismo remanido argumento: presunción de fuga u obstaculización
de la justicia, el que se hace jugar de manera automática, sin ninguna
explicación racional que justifique la medida de coerción, inclusive -en muchas
ocasiones, para restringir el derecho a la libertad ambulatoria- recurriendo a
la muletilla de que no existen derechos absolutos, lo cual no es verdad, pues
sí existen derechos absolutos, por ej. el derecho a no ser sometido a
esclavitud o a no ser torturado (o algún juez podría afirmar que estos derechos
son relativos?), o bien como dijo la Comisión de la CIDH. “El requisito de la competencia,
independencia e imparcialidad de un tribunal en el sentido del párrafo 1 del
art. 14 es un derecho absoluto que no puede ser objeto de excepción alguna”
(Comité, Observación General, No. 32, 2007, párr.19).
En síntesis, somos permanentes espectadores
de que en la práctica cotidiana de la justicia penal el encarcelamientos
preventivo se aplica como regla, fundado casi en cuestiones de naturaleza
sustantivas (por ej. la expectativa de pena) y no es cuestiones procesales, sin
reparar en que el imputado no le teme a la “pena posible” (de futura e incierta
aplicación) sino a la “prisión preventiva segura”, la que sabe que sucederá
indefectiblemente, situación que nos permite sostener una inferencia contraria
y más justa, que si el imputado sabe que
no sufrirá prisión preventiva, ninguna razón existe para sospechar de que eludirá
la acción de la justicia o intentará una fuga de difícil y casi imposible
pronóstico. Entonces, ¿cuál sería la solución más equitativa que se podría
proponer frente a este estado de cosas en nuestra justicia penal?, en primer
lugar, que los jueces deben empezar por respetar (y aplicar) la Constitución
nacional, primero investigando para después decidir la procedencia o no de la
prisión preventiva (y no al revés) y, en segundo lugar, recurrir -cuando ello
sea necesario- a medidas menos lesivas que el encarcelamiento preventivo o a
herramientas alternativas que garanticen no sólo la presencia del imputado en
el proceso sino la realización del juicio, como un objetivo para neutralizar
los peligros procesales (fianzas, comparencias obligatorias, prohibición de
salir del país, etc.) . De lo contrario, se vacía de contenido estas otras
opciones que contempla la legislación en vigencia. En suma, entender de una vez
por todas que la prisión preventiva es lo que es, una medida de excepción, y no
otra cosa, y el juez que así no lo entienda, o no lo quiera entender, debe
dejar de ser juez e irse a hacer otra cosa (si no quiere quedarse en casa,
desde luego), pues, con tal comportamiento, ha dejado de ser la única garantía
segura que tenemos los ciudadanos frente al poder penal del Estado.